06 agosto 2007

Sin tiempo

Roma es una ciudad estridente. Marcada con un aire ciertamente triste, como si anduviera perdida en un mar de dudas. Como si todo a su alrededor se hubiera tornado un extraño para ella.
Caminamos entre sus calles y nos encontramos La Forza nova manifiestandose calmadamente, mostrando esvásticas dolorosamente orgullosas. Mientras, los turistas se aglomeran ante las puertas del increíble circo, del increíble coloso. Pagarán 10 euros por viajar al tiempo en el que hombres y leones peleaban por un instante de gloria. Las viejas columnatas se pelean por un segundo de atención ante los escaparates de las nuevas y sofisticadas tiendas de diseñadores con nombres de todo el mundo y procedencia dudosa. Los cocineros extravagantes enseñan su arte con la pasta fresca a los que pasean. Las motos te rozan el aire con movimientos acelerados, sin prisa pero sin pausa, nerviosas, mientras los viandantes se lanzan de cabeza al lago del asfalto esperando cruzarlo de nuevo entre pitidos.
Las fuentes ennoblecen sus calles, la suciedad se amontona en las ruinas. Las propias ruinas se tornan mas ruinas, mas tristes.
Tengo la impresión de que Roma no sueña, de que Roma no pretende, como Roma siento un conjunto de personas, de edificios, un aglomerado de ardiente vida sin orden en el espacio y sin orden en el tiempo.